Crítica por Rubén Corral
Va contra natura que un señor de 92 años haya dirigido en la década de los noventa películas con tanta frecuencia -a razón de una por año desde 1990- y parece un milagro que su lucidez sea arrolladora, que su visión sea de una pureza insultante, que Manoel de Oliveira sea un maestro clarividente cuya última película, "Vuelvo a casa" (Je rentre à la maison, 2000) esté al alcance del público más convencional, más allá de su cohorte de incondicionales, a la que no defraudará. Porque en "Vuelvo a casa", el responsable -sólo en la década de los noventa- de "Palabra y utopía", "El convento" o "Inquietud", alcanza un grado de sencillez tal que su estilo habitualmente encasillado como 'difícil' se hace perspicuo para cualquier persona con un mínimo de capacidad observadora -esa que Oliveira perfecciona trabajo tras trabajo- y sentimental.
De nuevo (viene a la memoria la intepretación de un ancianísimo Mastroianni en "Viaje al principio del mundo") la anécdota argumental se centra en un artista de avanzada edad. Un viejo que, en este caso, es un actor de prestigio, encarnado con alucinante perfección por Michel Piccoli, cuyo personaje no parece más que una recreación de lo que podría ser la vida actual del protagonista de "Tamaño natural". La trama arranca con la fotografía de una representación teatral de la obra de Ionesco "El rey se muere", que protagoniza en escena Gilbert Valence (Piccoli). Cuando el espectador puede creer que el miedo natural a la muerte que debe de predominar en un actor en el final de su carrera -y por extensión, en un director en sorprendente estado de conversación como Oliveira- va a centrar el relato, el guión introduce un giro sensacional en su trama. Es el agente de Valence el que le advierte, entre los saludos de un público entregado, de que su mujer, su hija y su yerno han fallecido trágicamente. Valence deberá adecuarse a vivir con su nieto como único hilo de unión familiar.
La película se centra, tras un salto temporal explícito, en anécdotas de la vida de un viejo actor que se viste de otras personas y al que a veces desvisten de su propia personalidad, que siempre se sienta a tomar un café en la misma mesa de la misma cafetería (impagable detalle cómico el de Oliveira en un gag en el que intervienen hasta tres personajes definidos por el periódico que portan), y que se niega a ceder en sus pretensiones artísticas a cambio del vil metal como símbolo de experiencia, pero también como símbolo del anciano acostumbrado a la rutina, no habituado al riesgo innecesario, conocedor de sus valores.
Entre medio, la representación de otro anciano, el Prospero de "La tempestad", nada menos que de William Shakespeare, como preludio a uno de los momentos clave de la película. Será en la única ocasión en que Valence exceda sus límites personales en beneficio de sus motivaciones artísticas cuando fracase de manera dramática, pero en absoluto trágica, porque Oliveira reviste toda esta serie de representaciones de un tono de comedia ligera que trasluce la joie de vivre de un venerable anciano que cuenta con el incondicional apoyo del maestro de la producción independiente europea, Paulo Branco (productor asimismo de Raúl Ruiz, Assayas, Wenders, Handke, Vasconcelos o Godard). Sí que hay que hablar del estilo del director portugués.
Oliveira pertenece a ese grupo que algunos denominan "del plano secuencia", en el que se puede enmarcar a la ligera a Kiarostami, Haneke, Angelopoulos o Hou Hsiao Hsien, siendo tan diferentes sus estilos. El exceso formalista que sí se ha podido percibir en algunas de sus películas anteriores no lastra en absoluto aquí la acción, liviana si se quiere, circunstancial y trivial, pero sólo en la superficie. Hay largos planos que dejan clara la libertad con la que juega Oliveira y que es un símbolo también al otro lado del celuloide, porque lo es de experiencia, el símbolo del anciano acostumbrado a la rutina, no habituado al riesgo innecesario, conocedor de sus (muchos) valores.
© 2001 Rubén Corral
Imagen © 2001