Crítica por Josep Alemany
HOMBRES Y MÁQUINAS
En la última escena, antes de subir al autobús, Roland Bozz (Collin Farrell)
se cuadra delante de un oficial y le pide disculpas por su comportamiento
anterior. El oficial le devuelve el saludo, convencido de que la cosa va en
serio. Bozz, sin embargo, hace un gesto de burla, dando a entender que el
ejército no ha conseguido doblegarlo. Se trata de un final feliz, pues toda
la película ha mostrado la lucha de Bozz por conservar su dignidad. Y el enemigo
no era el Vietcong, sino el propio ejército americano. Un instrumento concebido,
como todos los ejércitos, para anular la personalidad de los reclutas y convertirlos
en máquinas de matar. Es decir, en soldados.
Estamos en 1971, en Fort Polk, Luisiana. En un entrenamiento de infantería que culmina con una semana en Tigerland, un bosque donde se recrean las condiciones ambientales de Vietnam. Un infierno simulado antes de ir al infierno real. Los EE.UU. van perdiendo la guerra y nadie se hace ilusiones sobre la posibilidad de ganarla. Mientras se desmorona la moral, la maquinaria militar, con su ritual de machismo y humillaciones, sigue fabricando soldados. Bozz, no obstante, será un hueso duro de roer. Imposible de roer.
En la compañía A está también Jim Paxton (Matthew Davis), álter ego del guionista Ross Klavan. Se ha alistado en el ejército porque, siguiendo las huellas de Hemingway y James Jones, en Vietnam espera encontrar material de inspiración para sus obras. Cada día escribe los incidentes de la jornada. Es un personaje de enlace entre la ficción y la realidad. Klavan en 1971 hizo un entrenamiento avanzado en Tigerland. Ahora ha trasladado su experiencia al guión. Incluso el personaje de Roland Bozz está basado en un recluta real. Bozz, inconformista por naturaleza, pone en tela de juicio el proceso deshumanizador del entrenamiento militar. Refractario al patriotismo, actúa movido por el deseo de conservar su vida y la de sus compañeros (a algunos los ayuda a zafarse del ejército). La actitud de Bozz será un revulsivo para todo el mundo. E, inevitablemente, las opiniones encontradas chocarán. La guerra de Tigerland no tiene lugar en el frente, sino entre los integrantes de la unidad militar.
EL PÉNDULO DE SCHUMACHER
Una compañía en un campo de entrenamiento, con un rebelde entre las filas:
he aquí una situación muy tensa que reclama un tratamiento dramático riguroso.
Tigerland cuenta con un buen guión servido por actores excelentes. Con excepción
de las escapadas nocturnas, los colores desaparecen hasta quedar sólo el gris,
y en la fotografía se nota mucho el grano. Todo ello le confiere un estilo
seudodocumental. Hasta aquí nada que objetar. La parte más discutible, o menos
lograda, es la aplicación sistemática de los principios de Dogma que exigen
filmar con la cámara en la mano. En algunas escenas de enfrentamiento, la
cámara, pegada a los personajes, pasa incansablemente de uno a otro. Esos
saltos rompen la continuidad y la tensión dramática. Renunciar a las diversas
posibilidades del lenguaje cinematográfico y limitarse a una sucesión de encuadres
cortos porque los principios de Dogma se han puesto de moda entre algunos
directores supone un empobrecimiento del cine. Basta comparar el aprovechamiento
del espacio y los movimientos de cámara -hay unos travellings hacia atrás
de antología- de la primera parte de Full Metal Jacket de Stanley Kubrick
con la manera de filmar de Tigerland para darse cuenta del retroceso que representa
Dogma. Al fin y al cabo, ambas películas presentan situaciones parecidas.
Bozz, además, tiene varios rasgos en común con Joker (Matthew Modine). En
cuanto al estilo, insisto, difieren tanto, que Tigerland se queda en una versión
pobre -pobre por exceso de dogmatismo- y seudodocumental de Full Metal Jacket.
Lo segundo posee, a veces, cierto atractivo; lo primero, ninguno, nunca.
Schumacher, harto de dirigir superproducciones, ha dado un giro de ciento ochenta grados y ha rodado en dieciséis milímetros una película de bajo presupuesto sin efectos especiales, sin maquillaje, centrada en los personajes y con actores desconocidos. Ha seguido con entusiasmo las oscilaciones de la ley del péndulo: antes se excedía por un lado, ahora lo hace por el otro. De lo que no se ha desprendido es de su pedestal de superdirector ni de las ganas de hacerse notar. Su gusto por lo excesivo en algunos aspectos no le hace ningún favor a la película, en particular al mover la cámara como mandan los preceptos de Dogma. Según Schumacher, también ha influido la forma de filmar documentales de Frederick Wiseman. Pero una cosa es adoptar elementos del estilo documental -que en una película de ficción siempre será estilo seudodocumental, aunque parta de una historia real- y otra confundir los géneros. Tigerland ha quedado algo lastrada por el dogmatismo estético del director, que no ha aprovechado todas las posibilidades que le ofrecían el guión y los intérpretes. Aun así, es una obra notable que merece verse. El pulso entre Bozz y el ejército constituye un duelo apasionante. Por otra parte, el entrenamiento en Fort Polk, al igual que el de Parris Island en Full Metal Jacket, remite directamente el espectador a cualquier situación coercitiva o institución jerárquica que haya conocido en algún momento de su vida. La actitud de Bozz en Tigerland nos demuestra que incluso en las circunstancias más adversas la resistencia es posible.
© 2001 Josep Alemany
Imagen © 2000