Crítica por Joaquín R. Fernández
Ultimamente, Tony Scott parece empeñado en sacarle los colores al tío Sam. Lo hizo hace poco en Enemigo Público, y ahora vuelve a insistir en su "labor didáctica" con Spy Game (Juego de Espías). No obstante, que nadie espere una feroz crítica de un sistema tan imperfecto como el estadounidenese (y mucho menos en estos azarosos tiempos que nos ha tocado vivir); Scott tan sólo lanza leves reproches sobre la responsabilidad de su país en determinados conflictos (como la venta de armas a terceros) y los oscuros tejemanejes de las agencias secretas que, en teoría, deberían estar al servicio de los ciudadanos, que para eso sufragan sus gastos. Para narrar todo esto, Scott se vale de dos personajes opuestos (al menos en un principio): el profesional Muir, que no tiene tiempo de medir las consecuencias de sus actos, y el rebelde Bishop, que cuestiona las órdenes de sus superiores y se involucra en la vida de aquéllos con los que trata para cumplir sus misiones. El encarcelamiento en una prisión de China del segundo quizás haga que Muir se rebele definitivamente contra sus ataduras, aquéllas que en otras ocasiones neutralizaron sus emociones...
Spy Game (Juego de Espías) es una cinta con un guión a la antigua usanza (es decir, priman los personajes sobre el espectáculo). No es de extrañar, por ello, que uno de sus protagonistas sea Robert Redford, que varias décadas atrás encabezó el reparto de sólidos thrillers políticos. Sin embargo, su forma nada tiene que ver con la clásica realización de aquellos filmes, y precisamente de ahí viene el cacareado enfrentamiento entre Redford y Scott durante el rodaje, pues los gustos del primero no se acercan ni por asomo a la vertiginosidad de, pongamos el caso, Michael Bay. Sin embargo, hay que reconocer que, aun no siendo un devoto del habitual estilo del señor Scott, la película tiene ritmo, y ello a pesar de los «flashback» que nos cuentan cómo se conocieron Muir y Bishop. Quizás la parte más floja sea la que transcurre en Vietnam (entre otras cosas porque es la más inverosímil, ya que los protagonistas tienen las mismas arrugas que vemos varios lustros después), pero en general se trata de una producción digna y con momentos realmente sólidos (Muir interrogando a la novia de Tom para saber si ella es también una espía; el atentado en Beirut; la pregunta del doctor a Bishop sobre el asesinato).
Respecto al reparto, déjenme darles un ejemplo de cuán antagónicos son los intérpretes principales. En una escena en Alemania, Robert Redford (Muir) le increpa a Brad Pitt (Bishop) por haber desobedecido sus órdenes. Redford no necesita para ello levantarse de su asiento, cosa que no sucede con Pitt, que se desgañita y mueve sus brazos sin parar (hasta lanza una silla por los aires). Creo que no hace falta explicar más...
Finalmente, Harry Gregson-Williams compone una música dispar, pues a veces camina sobre lo superficial (ese masivo empleo de ritmos electrónicos) para, más tarde, acertar de lleno en las escenas más intimistas (el fracaso de la misión en Berlín; la estancia en Beirut con Elizabeth). No obstante, la balanza entre semejantes opuestos se inclina hacia uno de ellos, el de la irregularidad, pues a mi mente me llegan las imágenes en las que la música aparece erróneamente sobre los diálogos de algunos personajes. Detesto que una banda sonora surja únicamente para remarcar ciertos pasajes y no tenga tiempo a desarrollarse, pero aún es peor que se deje notar. Desgraciadamente, éste es el caso.
© 2001 Joaquín R. Fernández
Imagen © 2001